No quisiera desorientarles, no me refiero a ninguna de nuestras ilustres próceres, cuyos resultados han sido –siendo elegante– modestos. No, la verdadera triunfadora de las elecciones del 9-M ha sido LA MENTIRA. El escrutinio puso broche a una legislatura que empezó tratando de sustituir una impostura con otra impostura y ha proseguido de la misma guisa de principio a fin.
En nuestra infancia aprendimos que la sinceridad y la honestidad eran virtudes que estaban por encima de cualesquiera diferencias de opinión, incluidas las religiosas, y que debían adornar inexcusablemente a toda persona de bien. Oímos repetir aforismos edificantes: “La mentira nunca vive hasta llegar a vieja” (Sófocles), o encomiables proverbios, como el hebreo: “Con una mentira puede llegarse muy lejos, pero sin esperanzas de volver”. Aprendimos, en definitiva, a despreciar al mentiroso y a creer que –además del deshonor personal– la mentira traía consigo escasas esperanzas de éxito. Pero todos esos esfuerzos educativos fueron en balde (¿cuáles no lo son?), porque las sucesivas contiendas electorales han ido implantando un doble rasero que desgaja el territorio de lo político de la moral común. Es en esa isla en donde protagonistas y espectadores hemos acabado asumiendo que mentir es LA forma normal de hacer política.
Aunque la mentira está asociada desde siempre a la ambición y a la vida pública, es probable que el origen inmediato de nuestra actual coyuntura se encuentre en aquellas conocidas palabras de Felipe González: “Al gobernar aprendí a pasar de la ética de los principios, a la ética de las responsabilidades”. La única interpretación razonable de este misterioso enunciado –concediéndole el beneficio de suponer que no se trata de mero cinismo– provendría de una hipótesis teórica de la ética posmoderna. De acuerdo con ella, habría llegado el momento de abandonar el modelo ético kantiano basado en la “buena voluntad” individual (en moral, lo importante son las intenciones, no las consecuencias) y sustituirlo por otro en el que el querer individual fuera trascendido y donde lo verdaderamente importante fuera que “lo bueno aconteciera” (Karl Otto Apel). Una ética “de los resultados”, en definitiva. ¿Una refinada versión del ritornelo maquiavélico ‘el fin justifica los medios’?
Legislatura tras legislatura, la lucha partidista se ha ido haciendo más descarnada conforme el sistema de identificación de los partidos ha ido perdiendo pie en los “principios” hasta dejarlos completamente diluidos. Las diferencias ideológicas como motivo para estimular al votante se han visto progresivamente sustituidas por el simple ataque al contrario, por el pragmatismo descarado del poder. En este escenario, mentir se ha convertido en algo usual y acusar al contrario de mentiroso en algo banal –por sabido–, que no merece ni un pestañeo como reacción. ¿Cuáles fueron las palabras más repetidas en los llamados “debates” con los que se trufó la pasada campaña?
Este proceso degenerativo de la vida política española ha ido acompañado de una penetración cada vez más profunda de los partidos en las instituciones civiles y políticas al mismo ritmo al que se acrecentaba la polarización de la sociedad y de su espejo mediático. Al politizarse las instituciones, la única arma en la cual pudiera haber encontrado amparo el ciudadano frente a la mentira, la división de poderes (incluido el Cuarto), queda en estado de suspensión, paralizada por el mismo sectarismo que padece la sociedad en su conjunto.
El viejo Kant defendía la pública difusión de las opiniones (el “uso público de la razón”) como garantía de la “ilustración” de las personas y salvaguarda de su libertad. Los medios de comunicación, vehículo del uso público de la razón, servirían como instrumento para la denuncia crítica del poder que impediría sus abusos. Pero, en las condiciones actuales, siendo así que la supervivencia económica de los medios (o, simplemente, sus oportunidades de negocio) depende en gran medida del reparto de prebendas por las instituciones, la “crítica” del poder se ha visto definitivamente suplantada por la mentira utilizada para desalojar del gobierno al partido que entorpece la materialización de los intereses de cada grupo de presión o, alternativamente, para impedir su acceso al mismo, caso de encontrarse en la oposición.
Una Justicia paralizada por la sectarización política y unos medios de comunicación politizados en su totalidad explican que hayamos llegado al extremo de percibir y aceptar la vida pública como un mercadeo en el que todos son “Pinochos” de largas narices y donde no se divisa en lontananza ningún “Pepito Grillo”. Aviados estamos.
Antonio Roig
En nuestra infancia aprendimos que la sinceridad y la honestidad eran virtudes que estaban por encima de cualesquiera diferencias de opinión, incluidas las religiosas, y que debían adornar inexcusablemente a toda persona de bien. Oímos repetir aforismos edificantes: “La mentira nunca vive hasta llegar a vieja” (Sófocles), o encomiables proverbios, como el hebreo: “Con una mentira puede llegarse muy lejos, pero sin esperanzas de volver”. Aprendimos, en definitiva, a despreciar al mentiroso y a creer que –además del deshonor personal– la mentira traía consigo escasas esperanzas de éxito. Pero todos esos esfuerzos educativos fueron en balde (¿cuáles no lo son?), porque las sucesivas contiendas electorales han ido implantando un doble rasero que desgaja el territorio de lo político de la moral común. Es en esa isla en donde protagonistas y espectadores hemos acabado asumiendo que mentir es LA forma normal de hacer política.
Aunque la mentira está asociada desde siempre a la ambición y a la vida pública, es probable que el origen inmediato de nuestra actual coyuntura se encuentre en aquellas conocidas palabras de Felipe González: “Al gobernar aprendí a pasar de la ética de los principios, a la ética de las responsabilidades”. La única interpretación razonable de este misterioso enunciado –concediéndole el beneficio de suponer que no se trata de mero cinismo– provendría de una hipótesis teórica de la ética posmoderna. De acuerdo con ella, habría llegado el momento de abandonar el modelo ético kantiano basado en la “buena voluntad” individual (en moral, lo importante son las intenciones, no las consecuencias) y sustituirlo por otro en el que el querer individual fuera trascendido y donde lo verdaderamente importante fuera que “lo bueno aconteciera” (Karl Otto Apel). Una ética “de los resultados”, en definitiva. ¿Una refinada versión del ritornelo maquiavélico ‘el fin justifica los medios’?
Legislatura tras legislatura, la lucha partidista se ha ido haciendo más descarnada conforme el sistema de identificación de los partidos ha ido perdiendo pie en los “principios” hasta dejarlos completamente diluidos. Las diferencias ideológicas como motivo para estimular al votante se han visto progresivamente sustituidas por el simple ataque al contrario, por el pragmatismo descarado del poder. En este escenario, mentir se ha convertido en algo usual y acusar al contrario de mentiroso en algo banal –por sabido–, que no merece ni un pestañeo como reacción. ¿Cuáles fueron las palabras más repetidas en los llamados “debates” con los que se trufó la pasada campaña?
Este proceso degenerativo de la vida política española ha ido acompañado de una penetración cada vez más profunda de los partidos en las instituciones civiles y políticas al mismo ritmo al que se acrecentaba la polarización de la sociedad y de su espejo mediático. Al politizarse las instituciones, la única arma en la cual pudiera haber encontrado amparo el ciudadano frente a la mentira, la división de poderes (incluido el Cuarto), queda en estado de suspensión, paralizada por el mismo sectarismo que padece la sociedad en su conjunto.
El viejo Kant defendía la pública difusión de las opiniones (el “uso público de la razón”) como garantía de la “ilustración” de las personas y salvaguarda de su libertad. Los medios de comunicación, vehículo del uso público de la razón, servirían como instrumento para la denuncia crítica del poder que impediría sus abusos. Pero, en las condiciones actuales, siendo así que la supervivencia económica de los medios (o, simplemente, sus oportunidades de negocio) depende en gran medida del reparto de prebendas por las instituciones, la “crítica” del poder se ha visto definitivamente suplantada por la mentira utilizada para desalojar del gobierno al partido que entorpece la materialización de los intereses de cada grupo de presión o, alternativamente, para impedir su acceso al mismo, caso de encontrarse en la oposición.
Una Justicia paralizada por la sectarización política y unos medios de comunicación politizados en su totalidad explican que hayamos llegado al extremo de percibir y aceptar la vida pública como un mercadeo en el que todos son “Pinochos” de largas narices y donde no se divisa en lontananza ningún “Pepito Grillo”. Aviados estamos.
Antonio Roig
1 comentario:
Hola amigo,
Me imagino que lo de "no se divisa ningún Pepito Grillo" lo dices con intención. Porque sabes perfectamente, o eso me imagino, que Anasagasti ha dicho que Rosa Díez será "el desagradable Pepito Grillo del Congreso" y, desde entonces, cantidad de medios (y la propia Rosa) han tomado el mote para ilustrar cuál va a ser su labor como diputada. Supongo que tú, como mucha gente en C's, no confía en que Rosa pueda ser la voz de la conciencia y de los ciudadanos,en las Cortes. Yo, como simpatizante de UPyD, evidentemente soy más optimista.
No te voy a intentar convencer. Principalmente porque se trata de mera ilusión. Pero sí te apremio a que sigas la labor de Rosa Díez y, si ves que te gusta lo que hace, al menos lo expreses en este canal.
Un saludo compañero,
Mario García
Altavoz Magenta
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